Los humanos somos seres vulnerables y expuestos a los designios del azar. Factores externos como las inclemencias del clima, los accidentes o los desastres naturales representan una amenaza. Pero también nos acechan factores internos en forma de enfermedades –que están ahí como a la espera de hacer acto de aparición– o de estados emocionales.
Aunque lo habitual es vivir confiados, existen tres momentos en la vida de las personas en que uno es consciente de su vulnerabilidad:
- El primero, cuando se es niño. Basta recordar que si algo nos asustaba huíamos a escondernos debajo de los faldones de nuestra madre.
- En segundo lugar, en la vejez, cuando el tiempo que brinda el semáforo para cruzar la calle parece insuficiente o cuando ese dolor hace que del acto de levantarse de la cama todo un desafío.
- Finalmente, nos sentimos vulnerables cuando sobreviene una enfermedad y nos damos cuenta que la salud perdida era la mayor dicha de la que puede disfrutar el hombre. La enfermedad nos enfrenta con nuestra fragilidad. Y en ese momento buscamos la ayuda de los profesionales de la salud con la esperanza de que nos devuelvan el bienestar.
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La ética del cuidado
La ética del cuidado cobra especial importancia cuando, en palabras de Emmanuel Levinas, se recibe la llamada del otro. Es decir, cuando cualquier ser humano, cercano o lejano, cualquier individuo que sufre, que padece un mal y precisa ayuda, nos llama.
Lo pongo en cursiva porque no se trata necesariamente de una llamada explícita. Cuando una persona ve a otra en un estado de vulnerabilidad y sabe que es capaz de auxiliarle, esa llamada debe ser atendida por responsabilidad y ética. Dicho en otras palabras, si nuestro comportamiento es de verdad ético, no podemos ignorar esa llamada.
Los profesionales de la salud se forman para socorrer a las personas cuando la enfermedad sobreviene (y para intentar prevenir este acontecimiento). El problema es que esa ayuda se debe prestar atendiendo a diversas dimensiones que los meros conocimientos técnicos no permiten abordar de manera adecuada.
Cuando una persona se encuentra en un estado de vulnerabilidad debido a la enfermedad, no solo precisa fármacos, técnicas terapéuticas o pruebas diagnósticas. También necesita que le miren a los ojos. Le hace falta que le consuelen con cercanía y tacto, que le traten como una persona y no como una patología o un número de habitación. En suma, necesita ser cuidado.
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Para curar hay que cuidar
A veces es posible curar, pero en la mayoría de los casos la medicina actual solo puede paliar, controlar o mantener a raya la enfermedad. Y es ahí cuando se manifiesta que lo esencial en el ámbito sanitario es cuidar.
Para curar, dice Francesc Torralba, es necesario cuidar, porque el cuidado tiene también efectos curativos. Por tanto, cuando un sanitario quiere ejercer su profesión con ética debe atender la llamada del vulnerable y descubrir su rostro. Como explica Torralba en su Ética del cuidar: “[…] la idea última que argumenta Levinas cuando alude al sentido y la significación del rostro es la de un compromiso ético anterior a toda etnia, cultura, identidad, ideología, etc.”.
Descubrir el rostro supone comprender que ese individuo que se tiene enfrente solicitando ayuda, sea quien sea, merece ser tratado con humanidad y dignidad.
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Que no falte la empatía
No se puede cuidar sin empatía. Para tratar a una persona con dignidad hay que saber que ese individuo tiene una dimensión subjetiva: siente un dolor que no alcanzamos a sentir, tiene unos pensamientos que no están en nuestra cabeza, y experimenta miedo y emociones, que nosotros no vivimos. Que también tiene una dimensión espiritual de creencias, valores, ideales y un sentido que le mueve a vivir. Y, por supuesto, que tiene su corporalidad, que es la que se ha desequilibrado.
Ese paciente, por tanto, puede necesitar en ciertos momentos más unas palabras de consuelo que un medicamento. Y no es que el segundo no sea fundamental, pero el profesional tiene que proveer un cuidado holista, es decir, atendiendo a todas las dimensiones mencionadas.
Los contextos humanos son diversos, y la llamada que hace el otro (el vulnerable) se incrementa cuando se trata de un paciente inmigrante. Además de estar lejos de su hogar, cualquiera que sea la circunstancia, es posible que se encuentre solo, o en una situación precaria, o que su pasado fuera tormentoso (tal vez incluso su presente lo sea). Su llamada es más profunda y, por responsabilidad, no podemos soslayarla.
A ello se le une que su comprensión requiere de una apertura mental y una empatía cultural que nos haga ver que esa persona cuenta con valores, creencias y actitudes diferentes a las nuestras.
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El valor de la hospitalidad
Como se ha visto, el acto del cuidar nada tiene de sencillo. Requiere una atención holista y un espíritu de hospitalidad, es decir, de acoger al enfermo sin importar su procedencia. Ese valor de la hospitalidad, que a veces parece perdido en nuestras sociedades contemporáneas, va muy unido al mundo sanitario. No en vano la palabra hospital tiene la misma raíz.
En momentos de pandemia como los que vivimos ahora, la hospitalidad puede verse todavía más socavada, aunque una de las principales enseñanzas que podemos extraer de la situación es ver lo interconectados que estamos unos con otros en el planeta.
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Ahora más que nunca el cuidado debe concebirse de forma universal. Cultivar la hospitalidad ayudará a ser mejores profesionales de la salud, es decir, a cuidar mejor de aquellos que acuden a nosotros enfermos, heridos, frágiles.
- Fuente: Ramón Ortega Lozano. Profesor de Antropología de la salud y Comunicación humana en la Facultad de Ciencias de la Salud San Rafael-Nebrija, Universidad Nebrija. Publicado en The Conversation.
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