Un brevísimo cuento del escritor estadounidense Thomas Bailey Aldrich dice sin más: “Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”. A pesar de la extensión ínfima del relato, su eficacia está lograda en la manipulación de lo intimidante a través de lo desconocido.
El miedo funciona como una respuesta biológica y psicológica al peligro para asegurar nuestra supervivencia. Nuestros antepasados, que vivían en cavernas, debieron desarrollar estrategias vitales para enfrentarse a diferentes amenazas. De esta necesidad surgió una respuesta que, casi sin pensar, nos permite realizar una acción inmediata: atacar o huir.
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Estas conductas, seguramente, se formaron sobre las bases de otras más primitivas y así sucesivamente; después de miles de años el mecanismo se mantiene intacto. La versión más evolucionada del miedo es la ansiedad, que corresponde no a un riesgo presente, sino que se trata de una emoción orientada al futuro, un sistema más complejo para detectar de forma anticipada o prevenir acontecimientos que se perciben como potencialmente negativos.
Según uno de los especialistas más destacados en estos temas, David Barlow, la ansiedad implica estar alerta, reducir la actividad de muchas funciones corporales y psicológicas para focalizar la atención en las posibles fuentes de amenaza o peligro futuro
Es un mecanismo extremadamente útil cuando, por ejemplo, tenemos que realizar una actividad importante como rendir un examen, preparar una conferencia o tomar decisiones que cambiarán nuestra vida.
Miedo y ansiedad componen un sistema emocional complejo dirigido a promover nuestra seguridad, que funciona en múltiples niveles y se vale de diferentes recursos cognitivos.
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¿Cómo funciona este proceso? En primer lugar, cuando la mente detecta un estímulo amenazante lo hace mediante un sistema orientador automático que básicamente nos informa en primera instancia si el estímulo es relevante o no, peligroso o no. Si la respuesta es afirmativa, inmediatamente se activa un sistema para dar comienzo a la respuesta de lucha/huida. Entonces se disparan los cambios corporales que son síntomas fisiológicos del miedo y la ansiedad.
Junto a ellos, todo el organismo se prepara para defenderse según un plan de acción básico que consiste en estar listo para correr, atacar o paralizarse. Mientras tanto, el resto de las actividades se descuidan porque lo más importante, en ese momento, es la supervivencia.
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Así se explica que, en esas situaciones, tengamos la sensación de pérdida de control, olvidemos los detalles menores o realicemos acciones estereotipadas como saltar de la cama, cerrar los ojos, agachar la mirada, gritar o quedarnos mudos.
Un ejemplo sencillo de esto sería cruzar la calle corriendo sin medir el riesgo de pisar un charco de agua sucia acumulada en el desagüe que nos manche la ropa, porque el motivo principal en ese momento es evitar que nos atropelle un auto a gran velocidad que, por estar distraídos hasta ese momento, no habíamos advertido.
No podemos hacer mucho más cuando nuestro cerebro detecta peligro que rendirnos a los mecanismos biológicos que gobiernan nuestra mente y nuestro cuerpo de manera automática
A estos mecanismos rápidos de orientación atencional y de respuesta fisiológica y conductual se les agregan otros procesos más elaborados que involucran nuestros sistemas de pensamiento. En efecto, cuando la situación nos da tiempo y así lo amerita, se ponen en marcha procesos de evaluación del peligro más detallados.
A veces no resulta claro si una situación es verdaderamente peligrosa, o necesitamos dimensionar la magnitud del peligro, o decidir la respuesta conductual más conveniente. Todas estas tareas requieren más tiempo y más recursos cognitivos para dar su veredicto.
Cuando los estímulos potencialmente peligrosos son muy rápidos o potentes, los mecanismos automáticos dominan la escena. Cuando la situación es ambigua, menos inminente o futura, los sistemas más elaborados entran también en juego
El rol de los pensamientos cobra especial importancia en los fenómenos de la ansiedad. Frente a situaciones de incertidumbre, aumenta nuestra ansiedad y, con ella, también se incrementa la actividad de nuestro pensamiento para reducir la incertidumbre y finalmente disminuir la ansiedad. Con este fin, tratamos de anticipar los escenarios futuros mediante la imaginación y de ganar control sobre la realidad tomando medidas de seguridad antes de que los problemas ocurran.
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Aunque este sistema en su conjunto está organizado para ayudarnos a encontrar las mejores respuestas para nuestra supervivencia, también puede llevarnos a cometer errores de apreciación. Cuando la ansiedad se activa, se hacen presentes los “sesgos cognitivos”, o sea, la tendencia a seleccionar y privilegiar determinado tipo de información por sobre otra.
Los sesgos de la ansiedad ocurren tanto a nivel de las operaciones rápidas de la atención como a nivel del pensamiento más elaborado. Se producen porque nuestros recursos cognitivos se ponen al servicio de la detección del peligro y se organizan para ser más eficientes en esa tarea.
Por ello, la persona ansiosa detecta más rápidamente estímulos potencialmente negativos y reacciona con más intensidad ante ellos. En ocasiones de ansiedad elevada, los sesgos pueden llevarnos a maximizar el peligro, exagerando nuestras percepciones y nuestros pronósticos.
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Por otra parte, estas operaciones están influenciadas por nuestras experiencias y aprendizajes. Así, por ejemplo, nacer y crecer en un pequeño pueblo puede llevarnos a desarrollar sesgos que maximizan los peligros de vivir en una metrópolis. O, a la inversa, un joven que creció en una gran ciudad y nunca visitó un campo podría temer exageradamente a los animales de ese entorno.
En casos extremos, los sesgos maximizadores del peligro pueden conducir a la “catastrofización”. Frente a señales o indicios amenazantes, realizamos un gran salto cognitivo e inferimos escenarios desastrosos o terribles, aun cuando la información existente no justifica esas conclusiones
El proceso de detectar, evaluar y reaccionar frente al peligro en nuestras vidas humanas complejas requiere de un equilibrio muy delicado. Si nuestros sesgos minimizan el peligro, podrían hacernos pasar de confiados. Por ejemplo, una noticia sobre un episodio de inseguridad en nuestra zona podría llevarnos a reforzar la seguridad de nuestro hogar. Y esto sería lógico.
Sin embargo, si el sesgo de catastrofización interfiere en nuestro pensamiento, podría llevarnos a desarrollar un sinfín de conductas a causa de una desconfianza generalizada; entonces se mantendrían intactos los mecanismos del miedo y los hábitos que se hubieran desarrollado para reducirlo.
Como un círculo vicioso, eso aumentará la concepción de vulnerabilidad frente al problema e iremos construyendo una especie de “cárcel psicológica” en la que nos vamos encerrando poco a poco.
La ansiedad se vuelve así un elemento que coarta las posibilidades de ver más allá, que nos hace más vulnerables frente a la incertidumbre
Ante estas dificultades, un antídoto eficaz es el conocimiento. Nuestros pensamientos elaborados también tienen la capacidad de revertir hasta cierto punto los sesgos y regular nuestras emociones. Cuando logramos distanciarnos de las situaciones, analizar toda la información existente y ser conscientes en la medida posible de nuestros esquemas mentales, podemos hacer que todo vuelva a la calma en caso de que haya sido una falsa alarma o, si se confirma la amenaza, aumentar la reacción.
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Por el contrario, si el miedo real o imaginario se vuelve excesivo, hace que las funciones cognitivas superiores se bloqueen o apaguen y eso provoca fragilidad frente a cualquiera que prometa salvarnos de la amenaza. Lo sabe el que teme y lo sabe también el que puede hacernos temer, por eso el miedo es un instrumento impiadoso de dictadores.
Pero también, aunque de manera menos dramática, moldea ciertos procesos sociales azuzados por el encono y el temor hacia el otro. Quizá sea tiempo de que nos empiece a unir más la empatía y a separar menos el espanto.
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