Considerar un diálogo con nuestro médico donde se debatan las mejores opciones terapéuticas debería ser tan común como esperar que nos mida peso y altura. Lamentablemente, no es así. ¿Por qué ocurre eso?
El análisis de muchas de nuestras decisiones cotidianas se nos pasa por alto a la hora de tomarlas. Suceden de manera inconsciente, como un automatismo conductual que no pasa por la corteza cerebral. Cargarle combustible al vehículo, comprar los alimentos, o cortarnos el cabello, son acciones en que solemos saber dónde y cómo hacerlas. No solemos darle mucho pensamiento extra, por así decirlo. Mucho de ello facilitado porque suele ser en la misma gasolinera, en el comercio de confianza, o con el mismo peluquero. En la confianza se fundamenta muchas de nuestras decisiones.
Antes de que se hayan convertido en conductas automáticas, requirieron de un grado de análisis consciente donde costos, riesgos y beneficios, aunque de manera somera, fueron considerados. Ahora bien, ¿hacemos lo mismo cuando vamos a la consulta médica?
Si tenemos una gasolinera preferida, si el pan solemos comprarlo en la misma panadería, y si quien nos corta el cabello suele ser siempre la misma persona, ¿tenemos del mismo modo un médico de “cabecera”? ¿Tenemos un médico de confianza que nos conoce como en la peluquería a la que concurrimos hace tantos años? ¿Tenemos un médico que sabemos que nos interpretará y/o escuchará al menos?
¿Por qué no discutir con nuestro médico las opciones sobre tratamiento, medicación o intervención más beneficiosos?
El hecho de dialogar con nuestro médico de familia, negociar y debatir las opciones terapéuticas más convenientes es parte del proceso de “toma de decisiones compartidas”, y es una habilidad que todo buen médico debería poseer, especialmente si se es médico de familia. Esta habilidad puede ser tanto o más importante que la interpretación de cualquier análisis clínico o estudio complementario.
La instancia de elegir y definir, como todas, contempla un objetivo que es lograr un buen resultado, pero también la preocupación que el paciente suele tener frente al hecho de decidir. Toda decisión encierra una carga de estrés o tensión. El riesgo cero no existe. Y en ese marco es clave entender que en última instancia es el paciente quien decide, forma parte del respeto al “Principio de autonomía” y que forma parte de los principios de bioética que todo médico debe respetar.
Como profesionales, debemos ser los primeros en considerar que la mejor decisión para nosotros no tiene por qué ser la mejor para el paciente. ¿O es que nunca fuimos pacientes? En caso de que no, sugiero un simple ejercicio de humildad para ponernos del otro lado del escritorio, un poco de empatía. Puede que convertirnos en pacientes, sea solo una cuestión de tiempo.
Como médicos debemos ser los primeros en considerar que la mejor decisión para nosotros no tiene por qué ser la mejor para el paciente
Frente a la posibilidad de decisiones consensuadas, una buena forma de ordenarnos y ordenar al paciente puede ser preguntarse: ¿Qué opciones tengo? ¿Qué beneficios y riesgos entraña cada una de ellas? ¿Qué probabilidad tengo que estos riesgos ocurran y malogren un resultado esperado? En este proceso de toma de decisiones compartidas entran en juego factores como gestión de la información, técnicas de comunicación, y habilidades de negociación, entre otras cuestiones. Hablar y considerar con el paciente lo que es mejor para él tampoco es una ciencia cuántica. Es más, muchas veces obedece al sentido común, aunque éste no sea el más común de los sentidos, y eso depende sólo de nosotros. Pacientes y médicos.
- Diego Bernardini es médico, especialista en adultos mayores y envejecimiento. Es autor del espacio Nueva Longevidad en Buena Vibra, y autor del libro “De Vuelta”.
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