Santi tiene 28 años. Su historia no es cualquier historia, y su vida no es cualquier vida. A los 8 años empezó a tomar alcohol y fumar tabaco con sus amigos en una esquina de un barrio de clase media de Resistencia (Chaco). Buscaba vaya a saber uno qué cosa, pero yo sólo imagino un niño pequeño y asustado. Vivía con sus padres, los dos trabajaban y mucho. Se encontró con lo que no podía manejar, y empezó una carrera de muerte que solo podría detener muchos años más tarde.
No pasó mucho tiempo hasta que le convidaran el primer cigarrillo de marihuana. Fumó tres, cuatro veces y compró su primera piedra, 50 gramos (eso es mucha droga), y pagó -recuerda Santiago- 50 pesos. Además, tomaba alcohol, incluso antes de las clases de educación física. A los 13 ya estaba lanzado absolutamente a la carrera adictiva en un policonsumo desenfrenado.
Cuando los padres lo descubren -como todo chico que entra al mundo del consumo de sustancias psicoactivas, deja señales que a menudo los adultos no llegamos a ver-, "no sabían qué hacer, no sabía yo qué hacer”, recuerda Santiago. Así, perdido, comenzó la historia de la cuesta abajo, ante padres desconcertados e impotentes. Puro dolor en ambos lados.
No pasó mucho tiempo hasta la primera dosis de cocaína, a la que él confiesa “le tenía mucho respeto”, porque había visto amigos cercanos destruirse con esa droga. Por eso, repasa, empezó con reserva, para no perderse más aún en las garras de una sustancia que temía letal. La experimentación y el consumo arancaron espaciados, hasta que un día se encontró que todo su grupo de compañeros de aventuras estaban tomando cocaína, lo cual habilitó una escalada mucho más rápida hacia un consumo más frecuente e intensivo de esta droga.
Santiago entró en un descontrol creciente y, en el marco de una familia convulsionada por conflictos ajenos a su hijo, se descubre siendo parte de bandas de chicos que como él pasan, a partir del infierno de las drogas, la delgada línea hacia distintos tipos de delitos
Santi era parte de un sub mundo que le era ajeno y, sin embargo, sin saber cómo ni cuándo, allí estaba… En caída libre, recibió como trofeo de guerra dos puñaladas en la espalda en medio de una pelea de bandas; empezó a vender drogas para poder pagarse la propia; consiguió un arma... Una pistola 38, con el tambor lleno de balas, que sus padres descubren y desata en la familia niveles de desesperación e impotencia indescriptibles.
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"Pensé muchas veces en la muerte", cuenta Santi. "Me hacía todo lo mal que podía. Veía cómo todos mis proyectos se frustraban, mis relaciones eran un desastre, no encontraba el techo, no encontraba el límite. Armamos un aguantadero en la casa de una señora que tenía demencia. Ahí había drogas, armas, partes de moto. A mi viejo, abogado, lo llamaban jueces amigos para avisarle que yo estaba metido en un montón de problemas. Nadie sabía qué hacer conmigo. Pedí la internación en una clínica psiquiátrica, pero no sirvió de nada. Las cosas iban peor, me drogaba sin parar".
Así, Santi decidió, finalmente, y desde su más absoluto desamparo, que sería su salvación internarse en una comunidad terapéutica para rehabilitarse y tratar sus adicciones. Claramente, había un instinto de vida que, a pesar de todo y contra todo, que estaba allí, agazapado, y que lo iba a rescatar del infierno.
El reencuentro consigo mismo -y esto lo digo yo, no me lo ha dicho Santi pero lo infiero- debe haber sido devastador. Encontrarse con el sufrimiento, la angustia inimaginable que lleva a un chico a coquetear con la muerte como única alternativa posible frente al vacío del alma. Valiente, resiliente, admirable, Santi comienza a reconstruirse con un coraje conmovedor.
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Renacer desde la herida
El águila es el ave que más vive de todas las especies de las aves, llega a los 70 años. A sus 40 tiene el gran desafío de su vida, el pico se le curva, las garras no les sirven para aferrarse a los peñascos, las alas ya no son lo que eran. Sin su capacidad de cazar, el ave, animal predador, no come ; y si no come, se muere. Tiene dos opciones: o dejarse morir (cosa que claramente no hace) o reinventarse. En lo alto de la montaña el águila construye con la poca fuerza que le queda un nido. Ahí se instala y comienza a golpear su pico con la pared de la montaña. Con el dolor que esto debe significar, el pico cae. Con el pico nuevo que crece al cabo de unos meses, se arranca las garras. Y aguarda que crezcan las garras nuevas. Con ellas se arranca las alas y, entonces, con pico, garra y alas nuevas sale volando y vive 30 años más.
Santiago egresa de la comunidad al cabo de 32 meses, y decide trabajar para todos los “Santis” de su ciudad y de su país. Hace un curso de operador terapéutico, como tantos otros pacientes recuperados que quieren devolver algo de la ayuda que han recibido. Santiago sueña, sueña con algo más que lo conecte a la vida. “Me han ofrecido cargos de todos los colores”, cuenta. “Hasta para Presidente más o menos. Me han hecho firmar contratos, y todos se caían. Yo quería trabajar en salud, quería dejar mis otros trabajos para poder dedicarme a ésto, y no salía”, repasa.
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Decidido, aguerrido, no paró. Hace unos 8 meses, me contactó en uno de los viajes a
Resistencia que hago periódicamente a través del equipo del Ministerio de Desarrollo Social de esa provincia. Me contactó en el lobby del hotel donde me estaba alojando y me contó su proyecto. Así escuché por primera vez hablar de la Fundación La Libertad de Chaco y que quería abrir un centro de día para el tratamiento de las adicciones, en una casa en el centro de la ciudad.
Me ofreció sumarme en calidad de supervisor de la institución. Lo escuché, me contó su historia, me conmoví y todavía me conmuevo... Y acá estamos. Se inauguró en una de las ceremonias más emotivas que uno puede imaginar El Centro Terapéutico La Libertad del Chaco. Lo soñó y lo logró Santiago desde esas heridas que convirtió en amor, en generosidad, empatía y vida.
Hoy, en la casa de día hay un grupo de pacientes con sus familias que luchan para volver a la vida. Hay un equipo fantástico encabezado por la licenciada María E. Pardo y, por supuesto, está Santiago.
Santi refleja en su mirada historias que no concluyeron en muerte y que todos los días vuelven a nacer para hacerlo renacer y para confirmar que vale la pena todo su esfuerzo y cada una de las lágrimas que derramó hasta llegar hasta acá
Ahí está, Santiago, para dar cuenta en primera persona lo que la droga genera en las personas. Para mostrar cómo la droga lo sedujo para llevarlo al abismo, anclando en las oscuridades que no había logrado alumbrar adentro suyo y dinamitando las redes familiares hasta extremos impensados. Pero también está, Santi, para mostrar que sanando, arrojando luz, poniendo palabras, refugiándonse en el buen amor, el dolor no sólo cicatriza sino que se vuelve piel, una piel capaz de sentir el dolor ajeno y jugarse por aliviarlo.
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Santiago, hombre de resiliencia incansable, abrazó la vida en un sueño que hoy multiplica para otros que sufren lo que él vivió.
Santiago, después de haber pasado por el dolor y la soledad más desgarradora, no quiso morir. Santiago, a sus 28 años, se recibió de águila.